Al Mutamid, el príncipe de los poetas
Probablemente la vida de Al Mutamid sea una de las más interesantes que nos ha dejado la historia de Al Andalus, hijo de Al Mutadid, emir que hacía cestas y floreros con los cráneos de sus enemigos, heredó antes que la Taifa de Sevilla el amor por la poesía convirtiéndose en mecenas y protector de varios intelectuales y poetas que le demostraban su talento.
Entre ellos se encontraban Ibn Hazm, autor del prosaico El Collar de la Paloma, el astrónomo creador de la azafea -precursor del astrolabio- Al Zarkali, el amante de Wallada, la más célebre de las escritoras andalusíes y mejor poeta neoclásico de al Andalus Ibn Zaydún o Ibn Ammar, quien además de amante del príncipe y amigo, fue quien más llegó a prosperar a su lado llegando a ser influyente consejero personal y visir durante más de 25 años.
Jugando a casar versos con Ibn Ammar conoció a su gran amor, la bella esclava Itimad –Rumaykiyya-, madre de varios de sus hijos y esposa principal de un harén que algunos llegarían a contabilizar en 800 mujeres. Cuenta la leyenda que su historia de amor comenzó cuando paseando por la orilla del Guadalquivir el príncipe recitó un ripio “El viento teje lorigas en las aguas” y antes de que Ibn Ammar pudiera replicar, Itimad, que oyó el verso tras unos juncos respondió: “qué coraza si se helaran“.
La época de Al Mutamid no fue fácil, de un lado los conflictos internos y de otro los amagos de conquista de los reinos cristianos del norte. A pesar de las amenazas consiguió mantener el legado de su padre, bien fuera pagando tributo a los cristianos, bien llamando a los almorávides -los monjes soldados que vivían en el Sáhara- para unirse a la coalición de los ejercitos de varias Taifas para detener el avance de Alfonso VI de León, a quien derrotaron en la batalla de Zalaca (1086).
El principio del fin de la dinastía Abadí se fraguó una década antes, con la traición de Ibn Ammar, quien tras pagar diez mil dinares a Ramón Berenguer II -conde de Barcelona- para conseguir su apoyo en la conquista de la Taifa de Murcia entregó como prenda del pago a Al Rashid, uno de los hijos mayores de Al Mutamid, quien al enterarse tuvo que pagar el triple de lo prometido para recuperarlo. A pesar de eso, una vez conquistada la Taifa, Ibn Ammar fue nombrado visir pero su codicia y ambición le llevaron a conspirar -llegando a escribir poemas humillando a la familia real- para independizarse de Ishbiliya. Fue descubierto y a pesar de su huida a Zaragoza acabó prisionero de Al Mutamid quien lo mató con sus propias manos.
Con los almorávides con la mente puesta en Sevilla y sin ganas de volver al Sáhara comenzó una guerra entre musulmanes… Al Mutamid, desesperado, pidió ayuda a los cristianos pero estos también fueron derrotados y tras ver como caía la Taifa y asesinaban a sus hijos se convirtió en el último emir de la dinastía Abadí.
Fue trasladado como prisionero a Tánger, donde permaneció junto a Itimad llorando la gloria perdida y escribiendo poemas mientras esperaba la muerte, en lo que llegaba tuvo que ver a sus hijas trabajando de hilanderas para poder sobrevivir o el que fue el gran golpe final, la muerte de su gran amor. Al Mutamid las pocas semanas murió inmerso en una profunda tristeza. Siempre será recordado como el rey poeta de Sevilla.
En 1970 se reconstruyó su mausoleo, hasta entonces en ruinas, en la vieja ciudad de Agmat. Su tumba es conocida como qabr al garib (la tumba del forastero) debido al epitafio que él mismo escribió: “Tumba de forastero, que la llovizna vespertina y la matinal te rieguen, porque has conquistado los restos de Ibn Abbad. (Al Mutamid)“
La triste historia de Al Mutamid ha sido cantada y homenajeada por varios de nuestros mejores músicos; desde Enrique Morente, que recuperó textos suyos para Sembré una esperanza (Sacromonte, 1982) o En un sueño viniste (Cruz y Luna, 1983) de donde adapta y toma prestados los versos del poema Amor onírico que abre este artículo -y que versionan Los Evangelistas o Qasar-, a Lole y Manuel con Al Mutamid (Casta, 1984) que versionó magistralmente Alba Molina, en el discazo Alba Molina canta a Lole y Manuel, 2016 entre los mejores de aquel año -a pesar de nuestro propio despiste- o Carlos Cano, con El rey Al Mutamid dice adiós a Sevilla, el mejor tema de De la Luna y el Sol, 1980 donde adapta A mi cadena uno de los últimos poemas del príncipe de los poetas, el último emir de la dinastía Abadí, el rey poeta de Ishbiliya.
Cadena mía, ¿no sabes que me he entregado a ti? / ¿por qué, entonces, no te enterneces ni te apiadas? / Mi sangre fue tu bebida y ya te comiste mi carne. No aprietes los huesos. / Mi hijo Abu Hasim, al verme rodeado de ti, se aparta con el corazón lastimado. / Ten piedad de un niñito inocente que nunca temió tener que venir a implorarte. / Ten piedad de sus hermanitas, parecidas a él y a las que has hecho tragar veneno y coliquíntida. / Hay entre ellas algunas que ya se dan cuenta, y temo que el llanto las ciegue. / Pero las demás aún no comprenden nada y no abren la boca sino para mamar.
La huella de Al-Mutamid en Sevilla
Cuenta la leyenda que el rey de la taifa de Sevilla, Al-Mutamid, se encontraba paseando por las orillas del Guadalquivir jugando a improvisar rimas con su favorito, Ibn Ammar. Entonces, sobre el río se levantó una brisa que hizo inspirarse al monarca, que dijo…
–El viento teje lorigas en las aguas.
Esperando la respuesta de Ammar, una voz femenina de una muchacha escondida entre los juncos, completó la rima:
–¡Qué coraza si se helaran!
Se trataba de Rumaikiyya, una esclava de la que Al-Mutamid quedó prendado en ese mismo instante, y a la que llevó a su palacio e hizo su esposa hasta el fin de los días del rey de Sevilla, ciudad que la conoció como la Gran Señora.
Esta historia es la cristalización del amor de Al-Mutamid, el rey poeta, por Ishbiliya, a la que cantó como si fuera una hermosa mujer que había conquistado. Y es que no era un rey al uso, de hecho indignó a los ortodoxos del Corán puesto que había convertido su reinado en «un oasis de cultura y placer», según los historiadores.
Buscando las huellas del soberano en la ciudad, desde los almorávides a los almohades, encontramos dentro de las murallas edificios como el Alcázar o mezquitas como la que reposa bajo los restos de la actual parroquia de San Andrés. Fuera de las murallas, el Palacio y Jardines de la Buhaira o el castillo de Alcalá de Guadaíra.
Cúpula del salón de los Embajadores
El Alcázar de la Bendición
Tras la conquista musulmana, en el año 712, el Alcázar tomó forma como fortificación palaciega, y ya desde entonces fue utilizado como residencia de los reyes. Abd-al-Rahman III, en el 913, terminó de fortificarlo y, en en siglo XI, Al.Mutamid levantó el que llamó Alcázar de la Bendición.
De este recinto que construyó el rey poeta, sólo se conserva el Patio del Yeso o Patio Islámico, que apenas mantiene las estancias del antiguo palacio almohade que se disponían a su alrededor. Como recoge el Centro Virtual Cervantes en una publicación, del ala occidental únicamente quedan restos del arco de acceso. El pórtico meridional, el mejor conservado, consiste en un gran arco central de lambrequines flanqueado por otros tres menores y rematados con paños de sebka. Tras él se dispone una sala rectangular y, en el lado norte, sólo subsisten tres arcos de herradura enmarcados por un alfiz, con decoración pintada en origen, y sobre ellos tres pequeños vanos de ventilación. En el centro del patio hay una alberca que conserva en su fondo restos de la primitiva, más larga y estrecha que la actual.
La huella de Al-Mutamid en el Alcázar también se aprecia en el salón de los Embajadores, que se levantó sobre el salón del trono de su palacio. En aquella época, era conocido como la sala de las Pléyades, donde reunía el monarca a los poetas de su corte. Gracias a los poemas de Al-Mutamid nos ha llegado hasta nuestros días la descripción de esta sala de Al-Turayyá, construida por el rey para estudiar las constelaciones:
«El palacio de al-Mubárak llora sobre las huellas de Ibn Abbad como llora sobre las de las gacelas y leones. Su al-Turayyá llora y sus estrellas ya no están sumergidas por las lluvias vespertinas y matinales provocadas por el naw de las Pléyades. (…)Quisiera saber si pasaré todavía otra noche teniendo delante y detrás de mí un jardín y un estanque. Sobre una tierra que hace crecer los olivos, que transmite nobleza, en la que se arrullan las palomas y gorgojean los pájaros».
Los almorávides destruyeron gran parte de esta sala de Al-Turayyá, aunque se conservan algunas señales y pinturas de aquella estancia que sirvió para estudiar las estrellas. Hoy, nos encontramos con un pabellón cubierto por una cúpula decorada con lacerías doradas, simulando el cielo.
Otra de las estancias que recuerdan a Al-Mutamid es el Patio de las Muñecas, con una imponente yesería y una galería de arcos de medio punto sustentados en columnas con fustes negros y rosados. Según parece, el rey mandó traerlos de Córdoba.
Palacio de la Buhaira
La Buhaira
En las afueras de Ishbiliya, había una laguna que los árabes llamaban «albuhayra». Allí encontró Al-Mutamid un lugar para residir lejos de su corte, y levantó a las orillas de esta laguna un palacio del que hoy se conservan algunos restos.
El Palacio de la Buhaira disponía de una zona ajardinada que se regaban gracias al agua de los Caños de Carmona. Desde el Aljarafe –que significa «tierra fértil» en árabe– trajeron olivos, vides y frutales exóticos.
Actualmente, se conserva el pabellón nazarí llamado Santa María de los Ángeles, las ruinas del antiguo palacio de la Buhaira, la alberca, la puerta de San Agustín, la calle Nueva, la portada de las Almenas y la de Tejaroz.
Este espacio da nombre a una de las avenidas principales de Sevilla, trazada no sin gran controversia en tiempos del alcalde Manuel del Valle cuando decidió que la vía urbana atravesara el conjunto monumental de la Buhaira, que había pervivido olvidado pero completo hasta entonces.
Murió con su corazón en Sevilla
El final de Al-Mutamid llegó en el año 1090. Dos años antes, el rey poeta que hizo florecer el carácter cultural de la ciudad, se dirigió en persona a Marrakech para pedir a Yusuf que acudiera en ayuda de los musulmanes en Al-Ándalus, que se encontraba asediada por las tropas de Alfonso VI. Lo que ocurrió es que los almorávides acudieron, pero no sólo combatieron a los cristianos, sino que reconquistaron los reinos de taifas, acabando con el reinado de Al-Mutamid, que fue depuesto en 1090 y desterrado a África, donde murió en Agmat (Marruecos).
Cuentan que las mujeres de Ishbiliya se arañaban la cara al ver partir cautivo a un rey al que no se le respetó su último deseo: morir en Sevilla, como él mismo escribió cuando se encontraba encadenado:
«Se enroscan en mi pierna como una víbora/ me muerden con dentelladas de león./ ¡Mira, aunque tus grilletes estuviesen cubiertos de pelo,/ mis palmas y mis muñecas arderían!/ Yo era aquel que con su riqueza o con su espada/ llevaba a los hombres al Paraíso o al Averno./ O aquellas que nos hablan de la añoranza perdida:/ ¡Dios decrete en Sevilla la muerte mía,/ y allí se abran nuestras tumbas en la Resurrección».
Tengo 61 años y soy un enamorado de la historia de Al-Mutamid y de la bella esclava Itimad –Rumaykiyya.